Al evaluar la mitad del sexenio es importante reconocer que este gobierno ha tenido que remontar embates externos no previsibles -crisis financiera, epidemia de influenza- y que tuvo un punto de partida frágil. Ahora el presidente se propone, públicamente, retomar prioridades. Y de nuevo, importa señalar el papel de la educación incluyente y de calidad como condición imprescindible del desarrollo.
El reciente retroceso en los indicadores nacionales de superación de pobreza demuestran que las transferencias condicionadas son una medida limitada. Aunque hay un reconocimiento internacional al efecto positivo que tiene el programa Oportunidades para mantener a los niños en la escuela, queda pendiente resolver que la escuela misma no funcione como un factor de transmisión intergeneracional de la pobreza. Se hace un gran esfuerzo desde las finanzas públicas para llevar a los niños hasta la puerta de la escuela; ese esfuerzo malogrará sus propósitos últimos si dentro de la escuela el proceso educativo sigue siendo tan deficiente como se ha mostrado hasta ahora.
Si no emprendemos una revolución educativa, seguiremos reincidiendo en un error fundamental al pensar que el mejor combate a la pobreza es el subsidio permanente. La educación de calidad para todos no sólo es más efectiva y sustentable en el tiempo que las transferencias condicionadas; es también más digna, porque reduce la tentación asistencialista y clientelista de los agentes oficiales, y la sustituye por el protagonismo y dignidad de las poblaciones que dejan atrás la condición de pobreza, sin que la dependencia se perpetúe.
En un enfoque de derechos, el desarrollo no es un proceso sólo colectivo y visible en los espacios públicos. El desarrollo auténtico implica el reconocimiento, la tutela y el disfrute del bienestar en el ámbito también personal, familiar y de las pequeñas comunidades. El nivel de desarrollo humano de un país se identifica precisamente con la disponibilidad real y oportuna de condiciones materiales concretas para que los individuos ejerzan la libre decisión y la participación solidaria: necesitamos salud, porque sin vida no podemos decidir.
Está plenamente demostrada la liga que hay entre mayor y mejor escolaridad y la condición de salud pública: con educación más incluyente y de calidad se alcanzan mejores niveles de nutrición e higiene, de vacunación y de seguimiento al desarrollo hasta la edad adulta.
Para México, desde hace años está documentado cómo las brechas en la escolaridad de las madres se correlacionan claramente con las diferencias en el espaciamiento de los nacimientos, la atención prenatal, la baja en la mortalidad infantil, la vacunación completa y la prevención del Sida y enfermedades de transmisión sexual: las mujeres menos educadas se encuentran en una condición mucho más vulnerable y, en concreto, gozan de peor salud que sus coetáneas con mayor escolaridad. Está también demostrado el papel del nivel educativo en la prevención y asiduidad a los tratamientos sobre adicciones y enfermedades crónicas, así como el apoyo a miembros de la familia con condiciones de discapacidad o con requerimientos de atención geriátrica.
Es claro que el nivel educativo condiciona no sólo la disponibilidad y eficiencia, del lado del Estado, para proveer de servicios de salud suficientes y de calidad; condiciona igualmente el autocuidado personal y familiar, la eficacia de la prevención e incluso la comprensión misma de lo que implica demandar el propio derecho a la salud. Con más educación, las personas y sus familias amplían sus posibilidades de gasto médico y de libre elección de tratamientos, y son capaces de establecer mejores relaciones -más claras, exigentes y horizontales- con el personal de los servicios médicos.
Apenas se analiza en nuestro país el efecto de la educación en la condición de salud de la población, pero se reconoce que sin el "análisis de incidencia de beneficios" -es decir, sin usuarios que entiendan a qué tienen derecho en los servicios médicos- cualquier ampliación del gasto público ya no represente ninguna mejora en la condición de salud.
Sin suficiente educación, la gente no "cobra" sus oportunidades, no le saca jugo a las instalaciones y servicios; el gasto de los paquetes de atención que coordina la Secretaría de Salud tiene pocas posibilidades de abonar verdaderamente en favor de las poblaciones vulnerables en México. Por ello, la calidad en la educación no es lujo, es una urgencia.
Si no emprendemos una revolución educativa, seguiremos reincidiendo en un error fundamental al pensar que el mejor combate a la pobreza es el subsidio permanente. La educación de calidad para todos no sólo es más efectiva y sustentable en el tiempo que las transferencias condicionadas; es también más digna, porque reduce la tentación asistencialista y clientelista de los agentes oficiales, y la sustituye por el protagonismo y dignidad de las poblaciones que dejan atrás la condición de pobreza, sin que la dependencia se perpetúe.
En un enfoque de derechos, el desarrollo no es un proceso sólo colectivo y visible en los espacios públicos. El desarrollo auténtico implica el reconocimiento, la tutela y el disfrute del bienestar en el ámbito también personal, familiar y de las pequeñas comunidades. El nivel de desarrollo humano de un país se identifica precisamente con la disponibilidad real y oportuna de condiciones materiales concretas para que los individuos ejerzan la libre decisión y la participación solidaria: necesitamos salud, porque sin vida no podemos decidir.
Está plenamente demostrada la liga que hay entre mayor y mejor escolaridad y la condición de salud pública: con educación más incluyente y de calidad se alcanzan mejores niveles de nutrición e higiene, de vacunación y de seguimiento al desarrollo hasta la edad adulta.
Para México, desde hace años está documentado cómo las brechas en la escolaridad de las madres se correlacionan claramente con las diferencias en el espaciamiento de los nacimientos, la atención prenatal, la baja en la mortalidad infantil, la vacunación completa y la prevención del Sida y enfermedades de transmisión sexual: las mujeres menos educadas se encuentran en una condición mucho más vulnerable y, en concreto, gozan de peor salud que sus coetáneas con mayor escolaridad. Está también demostrado el papel del nivel educativo en la prevención y asiduidad a los tratamientos sobre adicciones y enfermedades crónicas, así como el apoyo a miembros de la familia con condiciones de discapacidad o con requerimientos de atención geriátrica.
Es claro que el nivel educativo condiciona no sólo la disponibilidad y eficiencia, del lado del Estado, para proveer de servicios de salud suficientes y de calidad; condiciona igualmente el autocuidado personal y familiar, la eficacia de la prevención e incluso la comprensión misma de lo que implica demandar el propio derecho a la salud. Con más educación, las personas y sus familias amplían sus posibilidades de gasto médico y de libre elección de tratamientos, y son capaces de establecer mejores relaciones -más claras, exigentes y horizontales- con el personal de los servicios médicos.
Apenas se analiza en nuestro país el efecto de la educación en la condición de salud de la población, pero se reconoce que sin el "análisis de incidencia de beneficios" -es decir, sin usuarios que entiendan a qué tienen derecho en los servicios médicos- cualquier ampliación del gasto público ya no represente ninguna mejora en la condición de salud.
Sin suficiente educación, la gente no "cobra" sus oportunidades, no le saca jugo a las instalaciones y servicios; el gasto de los paquetes de atención que coordina la Secretaría de Salud tiene pocas posibilidades de abonar verdaderamente en favor de las poblaciones vulnerables en México. Por ello, la calidad en la educación no es lujo, es una urgencia.
Tomado de Mexicanos Primero.
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