Lo que empezó hace dos años como una crisis financiera en los sofisticados mercados de los países desarrollados, se ha convertido hoy en un tsunami devastador que no sólo afecta a la economía real en los países ricos sino que amenaza con derivar en una crisis humanitaria en los países en desarrollo.
Organismos multilaterales, países donantes y gobiernos de países en desarrollo intentan hoy ponerse de acuerdo en cómo capear el temporal del mejor modo posible. Para muchos, lo fundamental es proteger a los más vulnerables, razón por la cual las políticas sociales cobran hoy una importancia todavía mayor que la que suelen tener en tiempos de bonanza. A pesar de ello, las restricciones presupuestarias son tales que, incluso en materia social, todos los gobiernos se ven obligados a hacer ajustes dramáticos. La educación se percibe como una inversión a medio y largo plazo, así que la tentación de recortar los gastos sociales por este frente es evidente. Cuando hay que afrontar incrementos espectaculares del gasto por cobertura del desempleo y de la protección social en general, lo más lógico parecería ser meter la tijera al enorme gasto educativo (hasta el 25 por ciento del gasto público en algunos países) que, además, suele ir en su mayor parte para salarios del personal docente.
El sector educativo aparece pues como uno de los grandes perdedores potenciales de esta crisis. Cabe preguntarse, sin embargo, y antes de que la tijera haga todo su trabajo, si es de verdad lo más inteligente centrar en la educación el sacrificio de los recortes sociales y, desde luego, cuáles serían las consecuencias a corto y a medio plazo. Muchos tememos que las conquistas en materia educativa de los últimos quince años podrían perderse: congelación o caída de las tasas de matrícula en los países en desarrollo, deterioro creciente de la calidad en todos los países al reducirse a la mínima expresión el gasto educativo no destinado a salarios, retroceso generalizado en los niveles no obligatorios de enseñanza, y aumento de la vulnerabilidad y de la exclusión escolar y social de los más pobres.
La experiencia de crisis económicas anteriores demuestra que los individuos, familias y países más ricos tienden a aumentar su gasto en educación en tiempos de recesión, aunque sea un poquito. Los más pobres, sin embargo, tienden a reducirlo. Así, aunque el efecto más inmediato de las crisis sea el de una aparente reducción de las desigualdades de renta, es precisamente esa asimetría respecto de la inversión educativa la que planta las semillas de una mayor desigualdad futura. Y es que, cuando llegue el tren de la recuperación económica, serán los países que hayan mantenido y reforzado sus inversiones en educación quienes estarán en mejores condiciones de subirse a ese tren. La mayor parte de los empleos que hoy se están perdiendo en nuestras economías no van a regresar en el nuevo escenario post-crisis. Sólo una educación de calidad, centrada en las capacidades y competencias necesarias en una economía intensiva en conocimiento, puede permitirnos tomar ese tren de la recuperación, y a ser posible en el vagón de primera clase. La decisión está en si queremos aprovechar la crisis para tomar mejores posiciones o si nos vamos a limitar a sufrirla.
Juan Manuel Moreno es asesor de Educación del Banco Mundial.
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